La mañana del 22 de diciembre de 1993, el abogado Ramón Carrero entró en la enfermería de la cárcel de Carabanchel. Le esperaban un psiquiatra, dos inspectores del Grupo de Homicidios y un transcriptor. Junto a ellos, un vagabundo: su cliente. Un hombre en pijama, con un mar de tatuajes anudado a los brazos y barba rala. Carrero había recibido una llamada del Colegio de Abogados la noche anterior, en su turno de oficio. Sabía que tenía un caso que defender, pero no se imaginaba que su hombre era uno de los mayores asesinos en serie de la historia de España.
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